Se hace de noche. En el cielo se muestra el crepúsculo en toda su extensión y colorido. De la estación del tren bajan 2 chicas: una peliroja y la otra morena. Ambas llevan en sus manos unas maletas de extraña forma. Negras, largas y un poco pesadas. Elevan la mirada, sincronizadamente, hacia la estrella del atardecer: cerca de la luna que se perfila en el horizonte. Penélope sonrie a Anna. Al caminar unas cuadras más está la casa: la única en toda la manzana, el resto son edificios. Anna abre la puerta y un aroma a chocolate recién hecho les entra por el alma. Marié acaba de hacer galletas de chocolate y avena. En la sala, convertida en estudio, dejan las maletas cerca del piano. Un piano de cola negro, hecho en el siglo XIX. A la luz de la ventana Anna se saca la franela. Se denotan las pecas que llegan al sitio donde la espalda pierde su nombre. Tiene el torso largo y suave. Acerca una de las maletas y la abre. Saca el chelo que es marrón, de madera antigua, sus clavijas son de ébano y las cuerdas entorchadas con níquel. Saca la plica unos 10 cm. Luego, se sienta a afinar en la ventana. El chelo está entre sus delicadas piernas. Afina las cuerdas con el La 440. Una quinta más abajo, Re. Otra quinta, Sol y, la última Do. El sonido que produce es grave, grueso y penetrante a los oídos ajenos. Calienta los dedos, desengrasa el arco -también de ébano negro- y empieza a tocar el concierto de Elgar. Sus ojos brillan a cada pasada del arco por las cuerdas, la mano izquierda cambia de posición según la nota; si desafina sonríe y continúa, sólo es un calentamiento rápido.
Marié destapa el piano, quita unas partes del banco y, a continuación, se sienta en él. Estira sus muñecas y, uno por uno, sus dedos. Ella nos ha citado para una noche interminable de música de cámara. Toca unas escalas. Mayores, menores, aumentadas, disminuidas y cromáticas. Prueba los pedales, el medio se queda pegado -a veces-. Penélope saca las partes recién impresas: el trío de viola, chelo y piano por Beethoven. Las distribuye. Destapa su estuche y descubre que una de sus cuerdas se ha roto -Sol-. Saca otra, rápidamente, de un compartimiento pequeño y un lápiz. Remarca el sitio exacto por donde pasa la cuerda -para que no se rompa con la fricción- y la coloca entre el afinador -tornillo que tensa la cuerda- y la clavija. "Dame un La, porfa", se coloca la viola -Stradivarius, por cierto- y afina el La. Quinta abajo Re; Otra, Sol -tarda un poco, porque la cuerda es nueva- y la última Do. La deja sonar y el sonido se pierde por las paredes. Sonríe, mirando a Anna. Ponganse cómodas. esto va pa' largo. Abren la Sonata, la analizan página por página. Colocan numeraciones y arcadas. Marié vacila un poco al tocar la introducción de la Sonata A los pocos compases, empieza la seguridad. Forte en el forte y súbitamente piano para la entrada del chelo. Luego aparece la viola en solitario. Dulces trazos de arco sobre las cuerdas: pianissimo. Peso y presión sobre la cuerda: Forte appassionatto. Pasión es lo que está en las tres partes de la sonata. Que poco a poco eleva a las chicas y a la gente que duerme cálidamente en sus camas, llegando al final, están sincronizadas con la brisa que corre entre sus cabellos y las refrescan y, juntas, acaban de leer la Sonata, con un leve suspiro.
Recogen sus instrumentos y, finalmente, se van a la cama.
Recogen sus instrumentos y, finalmente, se van a la cama.
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