Miedo a volar: una luz empedernida en mi cerebro. Miedo a volar: un libro famoso. Un manual perfecto de la perversidad (en práctica, señorita, en práctica). Sus hojas contenían las verdades exactas de la femme fatale. Las condiciones efectivas para atrapar moscas hombres. O para convertirse en una mosca muerta entre manos de hombres.
La protagonista tenía una única cualidad que yo compartía: nalgona. Era nalgona según la descripción de la escritora, y eso le bastaba para tener al hombre que quisiera. Chocolate, pasteles o trufas agravantes de su condición se celebraban a cada rato bajo la voz masculina de un coprotagonista. Nalgona, pensé. A tragar grasa pastelera. Estoy lista. ¡A volar!
Pese a la voluptuosidad de las caderas representativas de la mujer, ser nalgona no bastaba para metamorfosear a la protagonista en mis carnes. La nalgona aquella era truchamente trucha. Listísima en el arte de reducir la realidad a experiencias traumático-infantiles con la finalidad de justificar sus tantas mentiras e infidelidades. Mi infancia, cristal sabor chicle lleno de recuerdos gelatina, no bastaba para ingeniármelas. Necesitaba algo de maldad macho-teniente. Era preciso aprender de un ente masculino que codificará aquellos perfiles que la protagonista podía descifrar sin problemas para tomar ventaja. Necesitaba ayuda profesional, y Benjamín sería el maestre de mi iniciación en la conquista masculina.
¿Benjamín, bombón acaramelado, qué les gusta a los hombres de las mujeres? No mientas. Dime en serio. A los hombres les gustan las mujeres inteligentes. Ajá. Diez palabras diarias en latín para impresionar con mi léxico galáctico. Nalga y plural. Pluralidad del verbo. En serio. ¿En serio qué? Sudor nervioso en sus axilas, estremecimiento en su frente. Ash…
En realidad, Benjamín nunca pudo ayudarme en nada. Su conocimiento sobre las relaciones mujer-pene era mínimo. El nerviosismo de sus piernas apenas y lo podía controlar al ver mis calcetas mojadas por mi orina. Su olor a perfume barato me mareaba. El agobio me provocaba una especie de nerviosismo que me hacía sospechar de mi amigo: él sabía la clave para controlar a la machunidad, pero por alguna razón jamás me la diría. Era un posesivo. Un celoso. Un enamorado desesperanzado. Era uno de aquellos adolescentes enajenados con su guitarra. Me tocaba las canciones de su banda favorita y yo me aburría. Sus labios, encarnecidos en notas derrochadas, me cantaban boleros llorosos, mientras sus ojos recorrían la línea de mi falda. Que fastidio de romanticismo. Lo único que yo quería de Benjamín era el password secreto para abrir la mente de todo aquel varón-hombros-anchos-mente-angosta que se me cruzará en mi camino, y Benjamín tocando cursilmente, vilmente, cursihorriblemente. ¡Ay Benjamín, ya dime…no seas mala onda! Benjamín hundido en las manchas de sus ojeras a causa de horas desveladas pensando en cómo conquistarme. ¡Que sí! Pero somos amigos. La verdad es que eres muy… lindo, pero a mí me gusta Alejandro. (¿Alejandro, quién? ¿Cuándo? ¿Cuál?)
El manual lo decía: mantener prendida una velita. Ser perra hasta el extremo. Dejar un rastro de perfume hormonal a tu paso para que todo macho te montara sin ser montada. Y Benjamín, víctima de un chupetón en el cuello que la arañaba el estómago y le provocaba espasmos en el vientre, me veía huir mientras corría inventándole que me gustaba alguien más.
La verdad es que cuando permanecía sola, en silencio, tratando de contemplar el rostro de todos los muchachos que me gustaban, no podía imaginar a ninguno en particular. No había sonrisas que me provocaran ternura en mis pechos, o alegría en mis pies. No había ojos que me hicieran sentir cariño azul. Mis sueños estaban vacíos de una forma masculina a la cual querer. Lo único que podía pensar era fornicar con aquellas sombras grises inhumanas, para luego ir corriendo a los brazos de Benjamín y platicar frenéticamente sobre la cremallera ideal.
Miedo a volar: la lista de todos aquellos de los cuales la protagonista se había enamorado. Sus cremalleras fantásticas. Inigualables. Yo, ingenua de mis conquistas, escribí mi lista a fuerza de recortes imaginarios: Urbano. Bebedor empedernido. Junior abaratado que lame excusados.Estudiante de inglés chafa de los Beatles hippies y Queen mona. Judío franco parlante, voceador de la justicia israelita. Periodista agresivo, abandonado por la justicia editorial. Maestro particular de literatura. Uno en dos. Dos en uno. Estudiante contador. Coño empresarial. Maricón medio amariconado, que tocaba varios instrumentos, leía poesía en voz alta y me manoseaba cada vez que se dormía en el cine. Benjamín, piel blanca mantequilla...
¿Benjamín? ¡Demonios! Mi plan estaba siendo boicoteado. ¿Quién se enamoraría de Benjamín? ¿Quién iba a querer pasear con él en aquellos autobuses, y tomarle de la mano mientras vestía esos horrible jeans y converns sucios? No, yo no. Todas menos yo. Jamás abrazaría su espalda llena de bultos hormonales. Ni mucho menos olería su entrepierna peluda. Sus labios por mi cuello... ¡No! La lepra benjamínica. Corazón. ¿¡Amor!? A la relectura del manual encontré medidas extremas que me ayudaron a encontrar la solución a la fiebre benbubónica: salir a la calle, atormentar.
Benjamín, vamos a tomarnos un café. No seas malo. Por favor, necesito salir.
Caminando, escuchando el asfalto de la marea urbana, pensaba en mi andanza conquistadora sobre la dominación del macho Benjamín. Mi cabello alborotado. Labial rojo. Una falda corta y calzones con holanes rosas. Mira Benjamín ¿te gustan? Benjamín y su erección. Jajaja, eres un cerdo. Ándale, que tengo que ligarme a alguien. Observa a la hembra en busca de la libertad.
Al paso gitanesco de mi búsqueda vi la forma andrógina del cuerpo esbelto y alto de un muchacho. Cabello lacio carbón. Piel morena canela. Ojos intensos. Vellos arena. Pie grande. Camisa a rayas gris. Pantalón de mezclilla prensado. Olor a pene. Pene grande. Grandes penes. Cremallera celestial. Benjamín, espérame aquí. Si no regreso me fui con él.
Benjamín paciente espera. Benjamín paciente esperó.
Dos horas bastaron para recorrer el museo, tropezarme con el candidato e irme a comer con él. Otras dos para que el susodicho me llevará a su casa en Polanco, me desnudará, y al momento de la penetración se malviajará con choros sobre mi virginidad. Portazo en el garaje. Gritos de ahogado. No, de verdad no. Un taxi y mi mueca asustada. Adiós. Una hora después, con la falda mal puesta, volvía a mi terreno de salvación. Noche áspera. Benjamín en su cuarto tocando la guitarra. Entré a su habitación y le conté llorando mi odisea. O sea, tenía el pene super chiquito. No te imaginas, era como ver mi dedo gordo con forma de pene. Pinche Benjamín eres un idiota. ¿Por qué no me esperaste? ¿Qué tal que era un psicópata? ¿De qué tamaño es tu pene? Déjame ver. En respuesta, dentro del calzón, la mano encontraba una carne arrugada con tendencia a la desaparición. Benjamín eres un maricón.
Confusión hormono-sentimental. El libro le echaría la culpa a las estaciones del año y al consumo frenético de los amorosos de emociones tormentosas. Pero yo se la echaría a mi vagina egocéntrica, alimentada constantemente por el sentimiento de poder sobre Benjamín. Sus mejillas rojo caramelo cada vez que me le acerca me daban poder. Creía que era la única mujer del mundo, capaz de manipular sus pensamientos, jugar con sus deseos, y destruir cualquier persona que se le atravesará en el camino. Controlaba sus conversaciones, sus oraciones, sus cuadernos de clases. Aromatizaba su mochila con mi perfume. Lo visitaba todas las tardes para asegurarme que hiciera mi tarea y después saliera conmigo para ver chicos. Lo obligaba a recitarme las veces que me rescataría de mis enajenaciones y la cantidad de dinero que se gastaría en mis caprichos. Le mancha sus playeras con mi lápiz labial. Me sentía la olla de las palomitas de maíz. En cualquier instante podía hacer explotar a Benjamín. Hacía arrastrar en la penumbra a los Benjamines que me querían bien, pero que eran demasiado sutiles y torpes. Benjamín el idiota. Benjamín el imbécil. Benjamín el muerto de hambre. Benjamín, el tonto Benjamín que se conformaba con verme reír con mis porquerías. Y yo, inventando cada día más y extraordinarias chorradas para sorprenderlo.
Llevaba a la perfección el manual. No sabía lo que era el miedo a volar, y conseguí acostarme con varios tipos. Me acosté con todos los que pude. Confundida, los abrazaba a todos por el cuello pensando en cómo huir, y mientras desesperados intentaban desvestirme, suspiraba y gimoteaba el nombre de Benjamín. La turbulencia de mi ataque infame entraba en catarsis al llamar a Benjamín por las noches al mismo tiempo que fornicaba con sujetos indeseables. Ay, Dios. Al fondo del teléfono un lloriqueo. Ay…Dios me va castigar.
Efectivamente. Dios me castigó. Benjamín empezó a faltar a clases. En su casa, su hermanita me decía que no había llegado aún, que no había ido a comer, y que no había dicho si regresaba. Me pasaba toda la tarde sentaba en la banqueta, esperando a que Benjamín llegará a su casa para poder estar con él y contarle mis falsas aventuras. Aquellas canciones que él me cantaba empezaron a tomar sentido. Las escuchaba y mi corazón se conmovía hasta arrojar golpes de inquietud. La maravillosa laguna de la tristeza. Su cuerpo tomaba la forma del hombre deseado debajo de mi cama. Benjamín ¿a dónde fuiste? Te esperé toda la tarde. Escuché la canción que el otro día me cantaste. Cancelé mi cita con aquel tipo que te conté. Invítame a pasar a tu casa. Ándale. Te extraño… Te extraño, ándale… ¡Nada! Benjamín se negó con un portazo que me reventó las venas de la nariz. Sangre cobre a borbotones. Dolor. Lloriqueo. Dolor estomacal.
Maldito libro. ¿Dónde dice cómo recuperar a Benjamín? ¿Dónde estas las palabras mágicas para curar un corazón herido? Miedo a volar. Más citas, más chicos, menos Benjamín. Más borracheras, más fiestas, menos Benjamín. Más angustia en la garganta cada vez que me abría un pene, más dolor en el pecho cada vez que amanecía con alguien, más estremecimiento cada vez que Benjamín no me abría la puerta, y unas ganas enormes de querer arrancarme la cabeza a golpes y morir el día que lo vi saliendo con una chica de su casa. Maldita. ¡Es una puta!
Pasé muchas tardes sentada a la orilla de la banqueta, comiendo impulsivamente chocolates y tomando cerveza. Deseaba ver el contorno de Benjamín cruzar la calle. Quería despertar en las mañanas oliendo a su piel.
Cuando por fin pude ver a Benjamín me abalancé para sostener su brazo. ¡No te suelto hasta que entremos a tu recámara! Por favor, te juró que no te voy a contar ninguna de mis tonterías. Necesito hablar contigo. Por favor. Un suspiro pesado de su aliento. El paso arrastrado. Su cabello mojado con olor a manzanilla. ¡Benjamín, por favor!
Su mirada ya no era la misma. Era como si un santo me viera en la condenación del infierno. Sus ojos negros brillaban de un coraje extraño. Apenas y me dirigía la palabra. No. No. No. Monótonos “nos”. ¿Estás enojado conmigo? No. ¿Ya no quieres que te venga a ver? No. ¿Quieres ir al cine? No. ¿Me has extrañado estos días? No. Ya me voy. No. No. Mi plan no funcionó. Benjamín, el ridículo enamorado, se había desenamorado de mí, mientras que yo había descubierto que todas las putadas que había hecho eran para demostrarle todas las cosas que podía hacer con él y por él. Todas las veces que me desnude enfrente de otros era para demostrarme que podía desnudarme en frente de él. Todas las tonterías que le contaba eran para decirle que lo quería y que por él estaba dispuesta a destruirme en la perdición.
Al rescate. Al rescate de mis pensamientos. Al rescate del amor vivo. Al rescate retorcido del amor eterno. Benjamín, te quiero. Un aventón a la cama. Besos, mordidas, jalones de pelo. ¡No, espera! Sí, que sí te quiero. ¡No, que no! ¡Ándale! Mira ¿te gustan mis pechos? Sí. Uy. Quítate el pantalón. Siempre te quise. Perdón. No. Que sí. Patadas. Arañazos. Ropa volando. Un gemido, dos gemidos. ¡Ay Benjamín! No. ¡Que no puedo! ¡No! ¡Mi novia esta embarazada!... ¿Embarazada? ¿Quién demonios se embaraza? ¡Maldita perra!
Miedo a volar. Miedo a volar con Benjamín. Le negué el viento de mi cariño. Lo desplumé vilmente. Lo dejé como un pajarraco deforme sin alas. Le di alas. Se las arranqué. Lo aplasté como oruga emborrachada de chapopote, y además cuando se recuperaba, lo aventé como inválido en su silla de ruedas hacía el balcón. ¿Embarazada? ¡Que estúpido! ¡Que tarado!
¿Embarazada tu novia? Si ni bonita es. ¡Es horrible, parece bruja! Benjamín eres un idiota. Cachetada dolorosa. ¡Ojalá te mueras por imbécil! Patadas en las rodillas, cabellos en el suelo. No es cierto. Te quiero. Perdón. Jaloneos ¿Perdón de qué? Perdón. Amor. Familia. Casamiento. Me quiero morir. Si tú no estas… ¿Qué hago? Me voy a morir. No. Sí. No. ¡Pinche vieja puta! Lloro... Perdón. Me voy. Por ti.
Un corto adiós.
Mi corazón, mutilado en múltiples cachos de tejido muerto, lloraba por Benjamín el amórfo. El principito abandonado voló al cielo. Llorando de espaldas a la ventana me hundía en su recuerdo perdido. Llorar ahogándome en histerias desoladas. Benjamín anuncio de mi sueño.
Años después, durante días ahuecados y noches parranderas seguí practicando el manual del miedo a la perfección. Encontré a nuevos Benjamines. Todos con diferentes finales. Todos destrozados. Todos me destrozaban. Era como si cada uno de ellos iniciará un viaje interminable de luchas inacabables, infidelidades brutales, miedos y lágrimas.
Al final me cansé. Al final la protagonista se cansa. Al final todo mundo se harta. La igualdad del desconsuelo. Lejanía. Indiferencia. Armonía falsa.
La protagonista nalgona, se queda sola, bañándose en la tina de su habitación. Sola, pensando que deseaba ser perdonada y continuar la historia de una manera moderna, original. Seguir puteando hasta la gonorrea. Yo decidí casi lo mismo, pero la gonorrea me había empezado ya. No podía dejar de putear.
Benjamín y mi soledad.
No es de mi preferencia la literatura erótico moderna sin embargo leer tu ensayo ha sido, introducirme en un mundo sexual desde la óptica femenina y he sentido que lo has plasmado bien, entiendo la solvencia de tu base social y el erotismo juvenil expuesto de la mejor forma urbana y me parece talentoso.
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