A Irene Rondón. A Nadir Chacín.
Ella es la loca que recordó el momento más feliz de su vida: su primer beso. Apenas cuando era una niña. Y volvió la sonrisa a su rostro. El expropiador camina junto a ella entre nubes de ensueño, le toma de la mano y la quiere como a una estrella fugaz a la luna pálida. Flotan. Flotan en la tranquilidad que les da la distancia geográfica de un teléfono. Pasan horas enteras contemplando la inmensidad de la sabana oriental, el viento susurrando en sus cabellos, transmitiendo sus miradas que dicen, dicen mucho de sí mismos y lo que aspiran ser. Él, la vio hace mucho tiempo, siendo niños aún y le dijo que la quería. Hoy adultos jóvenes, se han vuelto a decir esa frase que volvió a la reciprocidad, una cómplice del amor que está entre sus dedos entrelazados. A media noche, se encuentran en sus sueños juveniles y se sueñan dormidos con las manos juntas, fundidas en un abrazo casi inmortal. Ella, en su duermevela, le sonríe y le dedica todo el amor que puede darle por medio de la red. Lo dejó en su pueblo suspirando por ella y se fue con un suspirante corazón hacia la gran ciudad. Ella, diva del mundo literario. El, príncipe de las locuras fantásticas. Ella, casi niña que se volvió mujer al entrar en la universidad. El, que no se sabe que ocupación tiene. Ella, mi mejor amiga. El, alguien a quien me gustaría fastidiar el resto de su amorío juvenil. Hay otra mujer que los envidia y los quiere más aún que ellos mismos. Esa que los ve desde afuera por el rabillo del ojo, con una sonrisa complaciente. Siempre mirando hacia otro lado, descompartir ese momento tan intimo desde la superficie de una bola de cristal; a punto de romperse en mil millones de pedacitos pequeños. Sólo con el breve parpadeo de sus ojos marrones, solo eso se necesita para romper su mágico hechizo.
Y nosotros despiertos.
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